¡COLÓN DESCUBRIENDO
AMÉRICA!
Ésta es la crónica,
apócrifa, del descubrimiento de América, allá por el año de gracia de 1492, por
las tres naves dirigidas diestramente por mi querido amigo Cristóbal Colón,
acompañado de los hermanos Pinzones, que al decir de la época, eran unos
mari…neros de gran capacidad en las artes náuticas y en algunas otras, pero que
el pudor me impide mencionar fehacientemente.
Como cronista de la
época y antes de caer en desgracia en la corte por unos escritos que atacaban
duramente la dignidad de cierto personajillo que en sus últimos tiempos se
dedicaba a azuzar los fogones con combustible hereje y combustible brujo, tuve
a bien presentar ante mi querida Doña Isabel, Reina de Reinas (que para
unificar las tierras de España no dudó en enviar a Cristobalito a recaudar
dineros a las Indias), los documentos que dignificaban tan magna obra.
Recuerdo con que
fervor reclamaba la entrega de los denarios para hacer frente a los dispendios
que sus tropas realizaban sin rubor alguno. Además, yo sabía a ciencia cierta,
que mi querida Isabel, deseaba construirse un apartamento en la costa con un
enorme yacusi para desquitarse de los tiempos en los que se impuso no disfrutar
del placer de acariciar su cuerpo con aguas cristalinas y aromas traídos de más
allá de los mares, hasta que el infiel se postrase de rodillas, llorando como
un niño lo que no supo defender como un hombre. ¡¡Allí estaba ella, faltaría
más!!
Poco antes de
abandonar el palacio, tras prometer hasta con sus vidas, del éxito de la
misión, una hermosa doncella de la corte les obsequió con tres pendones para
lucirlos en las carabelas en lo más alto del palo mayor.
—¡Santa María, que
pinta tiene la niña! —exclamó Cristobalito, y se fueron al puerto de Palos para
embarcarse en la aventura jamás iniciada por marino alguno.
Tras firmarse las
capitulaciones de Santa Fe el 17 de abril de 1492, en pocos días se reunieron
dos millones de maravedíes y se armaron las carabelas, la Pinta y la Niña, y la
Santa María. Partieron de Palos de Moguer
un dos de agosto de ese año del Señor, rumbo a San Sebastián de la Gomera para
continuar después hacia…, la nada.
Durante tres meses,
tres, las tres carabelas surcaron las aguas del inmenso océano sin rumbo
definido pero con el ánimo de alcanzar las Indias por un camino más corto.
Bueno, no tengo muy claro, a pesar de ser cronista del reino, si en el mar
existen caminos o solamente veredas o
quizá estelas de los juguetones delfines que los dirigían hacia los cantos de
sirena. La cuestión es que don Cristobalito, juntamente con los hermanos
Pinzones (que eran, como todo el mundo sabe, muy mari…neros) sortearon toda
clase de peligros; tempestades, temporales, huracanes, motines, difterias,
escorbutos, sífilis, ausencias de mujeres (que no de sexo), y todo ellos sin
una sola enfermera que paliara y dulcificara sus males. Sin embargo, fueron
capaces de superarlo.
Una mañana, el
calendario de abordo señalaba una fecha que llegaría a ser famosa, el doce de
octubre del de año de gracia de mil cuatrocientos noventa y dos. Era una hora
muy temprana y la bruma se enseñoreaba con el paisaje. Arriba, en lo alto del
palo mayor, a 26’60 metros de la cubierta, el vigía, Rodrigo de Triana,
dormitaba entre ligeros estremecimientos por la baja temperatura. Comenzó a bostezar
plácidamente, como cada mañana desde hacía ya muchas mañanas. El pobrecito, habituado a lo largo
de los tres meses de vivir en las alturas de la Santa María, había adaptado sus
ritmos biológicos (biorritmos se denominarán en el futuro según una bruja
pasada no hacía mucho por la sagrada hoguera) y dilapidaba las horas en una
duermevela propia de la ingestión de un buen orujo, aunque no era éste el caso.
Rodrigo de Triana no lo necesitaba, era innato en él.
Sin embargo, algo
rompió la monotonía que le era propia desde hacía demasiados días. Sintió como
algo pegajoso aterrizaba en su rostro y un olor pútrido comenzaba a inundarle
las fosas nasales. Se llevó la mano, la derecha, al lugar del impacto y noto
como una masa húmeda comenzaba a resbalarle por la mejilla. Abrió los ojos, con
lentitud, ayudándose con la izquierda limpia (¿limpia?) y pudo ver en el cielo
las manchas borrosas de unas atrevidas gaviotas volando en círculos alrededor
de la Santa María. “¿Gaviotas?, ¡imposible!” pensó alarmado.
Elevó su cabeza
para otear el horizonte. Lo vio dentro lo que le permitían sus múltiples
dioptrías diagnosticadas por el curandero de turno, pero con las precipitaciones
del viaje se negó a utilizar lentillas, o lo que era peor, una prótesis ocular
vulgarmente llamada “gafa”. ¡Le aterrorizaba!
Vio el mar y el
cielo entre la suave bruma mañanera. Vio las gaviotas sobre la perpendicular
del barco. Cuando su cabeza completaba un giro de 360 º, otra mancha borrosa de
grandes dimensiones se incrustó en su adormecido cerebro. “¿Tierra?”, pensó
asustado, pero sin dudar mucho tiempo, se puso en pié agarrándose fuertemente
al palo mayor y comenzó a gritar, primero con temor, luego con miedo, para
terminar haciéndolo tan desaforadamente que sacó a la tripulación de su
habitual sopor y comenzaron a emerger de las bodegas del barco, sin acicalarse
ni perfumarse. Algunos, como sus madres los trajeron al mundo pero mucho más
guarros y morenos.
—¡Tierra a la
vista! ¡Tierra a la vista!! —gritaba a la vez que daba saltitos como si su
cuerpo se hubiera apoderado del baile de San Vito.
La tripulación, con
don Cristobalito en paños menores al frente, se fue amontonando en la borda,
creo que la de babor, la de estribor no estaba bien vista por la nobleza que la
consideraba una borda un tanto hortera y venida a menos. La Santa María sufrió
unos vaivenes que casi la desequilibran, pero llena de pudor, soporto todos los
envites de aquellos santos marineros (¡después de tres meses de abstinencia,
cualquiera!) que se habían contagiado del San Vito de Rodrigo de Triana.
—¡Tierra a la
vista! —se repetía incesantemente.
Poco a poco, su
letanía fue contagiando a la tripulación de la Santa María, después a la de la
Pinta y finalmente a la de la Niña.
—¡Tierra a la
vista! —gritaban todos a pleno pulmón, haciendo aspavientos, saltando,
llorando, felicitándose unos a otros, otros a unos. ¡Habían llegado a las
Indias!
De pronto y de
forma unánime, todos gritaban lo mismo, pero con dolor, con rabia, con
impotencia.
—¡Tierra a la
vista!
Hasta don
Cristobalito se llevaba las manos a los ojos tratando de cubrirlos y preservarlos
de la lluvia de tierra que les estaba alcanzando, precisamente desde tierra.
Pudieron ver como desde la playa más cercana, miles de aborígenes lanzaban
complacidos tierra hacia las naves de los dioses largamente esperadas y que
ahora les visitaban. La primera petición de los dioses había sido satisfecha y
ellos se sintieron satisfechos.
Don Cristobalito
Colón, hombre de buenos sentimientos, afable, comedido, nunca una palabra más
alta que otra, comenzó a gritar desesperado por el dolor proferido a las niñas
de sus ojos.
—¡Ah mericones…!
¡Ahh mericones…! —repetía incesantemente, revolviéndose de dolor.
—¡Ahhh mericones…!
¡Ahh mericones…! —gritaban los hermanos Pinzones (que también era muy
mari…neros).
—¡Ahhh mericones…!
—bramaba la tripulación.
—¡Ahhh mericones…!
¡Ahh mericones…! —gritaban extasiados los aborígenes y las aborígenes (de muy
buen ver, por cierto).
Los dioses rubios
les habían bautizado dándoles el sagrado nombre de A Mericones, nombre que poco
a poco fue degenerando, dada la vocabilidad propia del aborigen, en Americanos
(lo contraen todo, como los ingleses y así tienen la cara que tienen, de estreñidos.
Cuando el eco de
esta famosa frase alcanzó las costas de la península, el regocijo fue exultante
y proverbial. Ya se pensaba en el oro de los A Mericones y que todos podrían
vivir en la opulencia más opulenta.
Rodrigo de Triana
quiso cobrar los 20.000 maravedíes que Cristobalito prometió a quien diera el
grito de Tierra, pero que si quieres arroz Catalina, después de cómo le dejaron
los ojos por su culpa, que se los cobrase a los indios en especie o a las
indias en carne.
Y esta es la
crónica del viajecito de Colón, apócrifa por las envidias, celos, rivalidades,
rencores, rabias, resentimientos y codicias de ciertos personajillos de tres al
cuarto que no pudieron soportar la belleza de la gesta y nos vilipendiaron ante
nuestra querida Reina Isabel, que como ya le estaban montando el yacusi,
comenzaba a pasar de todo.
Año de Gracia de mil
cuatrocientos noventa y dos.
Doce de octubre. De madrugada.
Doy fe.
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