Me
faltaba muy poco para terminar de hacer el equipaje, realmente
era escaso, tan sólo para un largo fin de semana, pero mi
nerviosismo me tenía
prácticamente atenazada. A veces pienso que mi
comportamiento es el de una
muchachita en plena pubertad preparándose para su puesta de
largo. Colocaba
unas prendas que luego sacaba para colocar otras. Me sentía
indecisa pero a la
vez emocionada.
Pasó
un tiempo desde mi último encuentro con Manel. Tan
sólo un
par de llamadas para interesarse por mi salud y poco más, lo
que me daba una
clara idea de cual podría ser el futuro que nos contemplara
a los dos. Hace un
mes, aproximadamente, volvió a llamarme. Esta vez mucho
más jovial, encantador,
el hombre que había conocido y que me había
subyugado. Comentó, dejándolo un
poco en el aire, que en un mes, su empresa realizaría su
convención anual en la
ciudad de Sevilla. Entre bromas me decía que si
quería ir, estaba invitada. Me
prometió que tendríamos habitaciones separadas y
que no tenía que preocuparme
por nada. No hice mucho caso, y tampoco hubo respuesta alguna.
A
partir de esa conversación, comenzó a llamar con
una cierta
habitualidad, a la que me estaba acostumbrando muy
rápidamente. Nuestras
conversaciones telefónicas eran muy agradables. Manel es un
conversador nato y
sabe convencer con la palabra, forma parte de su trabajo, y en mi, el
terreno
estaba abonado. No era insistente, pero en cada conversación
comentaba las
muchas cosas que podríamos hacer en aquella encantadora
ciudad. Cuando me preguntaba
cual era mi opinión, siempre contestaba lo mismo;
“no estaría mal”, pero sin
negar ni confirmar mis deseos de acompañarle.
A
medida que se acercaba la fecha, me preguntó abiertamente si
estaba dispuesta a ir a Sevilla, recalcando que sería un fin
de semana
inolvidable. Sin estar todavía muy decidida,
pregunté a mi jefa si podría
tomarme ese viernes de vacaciones. Le expliqué los motivos
del viaje, y ella,
que ya estaba al tanto de mi relación con Manel, me dijo que
no había
inconveniente alguno, pero que me concedería ese
día con una condición, ¡la de
ser completamente feliz! Casi me hace llorar, pero su mirada de
complicidad
hizo que una amplia sonrisa aflorara a mi rostro. Me sentí
muy agradecida. Ella
me ayudo a tomar la decisión, indudablemente iría
a Sevilla y dispuesta a
convertir ese viaje en algo maravilloso e inolvidable.
A
Manel aún le hice sufrir un poco, retrasando mi
decisión lo
máximo posible, pero según me decía,
debía de hacer la reserva en el hotel para
mí y necesitaba una respuesta. Más tarde lo supe,
la habitación había sido
reservada por la empresa a petición de él y en
habitaciones contiguas y desde
hacía ya muchos días. Su expresión de
alegría a través del teléfono me
produjo
una cálida satisfacción y en ese momento no
dudé, sabía no me arrepentiría.
En
la estación rememoré los instantes pasados junto
a él en
anteriores visitas. Me sentí contenta y estaba dispuesta a
ser muy feliz.
Ya
en Sevilla, al detenerse el tren pude observar como avanzaba a
grandes zancadas por el andén mirando con
atención las ventanillas. Antes de
alcanzar mi vagón ya había bajado y le esperaba
levantando mi mano para llamar
su atención. Nos fundimos en un fuerte abrazo y antes de
decir nada, estaba
besando mis labios. Respondí a su beso con
emoción, con ternura, con amor y
unas lágrimas rebeldes asomaron a mis ojos traicionando mi
estado de ánimo,
pero no me importó.
Me
preguntó muchas cosas mientras abandonábamos la
estación.
Tomamos un taxi y nos dirigimos hacia el hotel para dejar el equipaje.
Me acompañó
hasta la habitación y al comprobar que estaba en
condiciones, me besó en las
mejillas y bajo al hall. Allí me esperaría. Me
sentí un poco desilusionada,
esperaba sus besos, su ternura y sus caricias, pero después
pensé que había
actuado correctamente. No era cuestión de iniciar nuestro
fin de semana sobre
la cama. Volví a sentirme bien y muy animada, dispuesta a
disfrutar del encanto
de la ciudad, dispuesta a disfrutar de Manel.
Mi
atuendo estaba formado por un conjunto vaquero de ajustados
pantalones y unos zapatos negros de tacón muy alto que
estilizaban mi figura.
Una blusa roja, un pañuelo blanco anudado a mi cuello y en
mis orejas, unos
pendientes muy largos formados por unas cadenitas de plata. Me
encontraba a
gusto conmigo misma y deseaba gustarle a él. Me esperaba en
la cafetería del
hotel con un gran vaso de cerveza entre sus manos. Al verme, lo
dejó sobre la
barra y vino a mi encuentro. Acercó sus labios a mis
oídos para decirme muy
tiernamente que estaba encantadora. Acaricié su rostro
dándole las gracias.
Estuvimos charlando un rato en la barra mientras terminaba su cerveza.
Yo no
tomé nada.
Un
taxi nos acercó al centro, dejándonos en la plaza
de la
catedral. Caminamos por sus alrededores en medio de una multitud de
turistas
siguiendo a sus guías que enarbolaban unos paraguas vistosos
para que no las
perdieran de vista. Disfrutamos como niños viendo y hablando
sobre ello.
Visitamos la catedral, recreándonos en su maravillosa
arquitectura y con todas
las obras de arte allí encerradas. Después, nos
adentramos por las callejuelas
llenas de tascas y plagadas de gente joven con afán de
diversión en la tarde
noche del viernes.
Nos
sentamos en una terraza. Hablamos de muchas cosas, de él, de
mí y de las circunstancias que nos rodeaban. Era un encanto
de hombre. Su
amabilidad surgía en él, de forma innata. El tono
de su voz me cautivaba y sus
expresiones tenían un especial encanto. A medida que
transcurría el tiempo, mi
cuerpo comenzaba a sentir el cansancio acumulado. Hacía
muchísimas horas que me
había levantado a cientos de kilómetros de
aquí. El se dio cuenta, percibía con
gran rapidez cualquier cambio en mí. Entonces me propuso una
cena rápida y
regresar al hotel para descansar. Aunque estaba dispuesta a pasar la
noche con
él si me lo pedía, estaba preocupada por si esto
surgía. Sentía como si mi
cabeza flotara entre nubes blancas y deseaba cerrar los ojos y
abandonarme al
sueño reparador. Imaginaba que nuestra primera noche de amor
no sería nada
placentera, ni para él ni para mí, en estas
condiciones.
A
pesar de darnos prisa, llegamos bastante tarde al hotel. La cena
fue encantadora y deseamos prolongarla al máximo. El tiempo
parecía detenerse a
su lado y a veces me sorprendía a mi misma,
mirándole con expresión arrobada,
comiéndole con la mirada, introduciéndome en
él y pasear por su alma y
absorberla completamente.
Entramos
en mi habitación, pero apenas dio unos pasos en su
interior. Me cogió por la cintura atrayéndome
hacia su cuerpo. Besó mis labios
con ternura para dejar paso a una pasión incipiente que
tenía visos de terminar
en la locura. Me abandoné en sus brazos. Me
susurró al oído cuánto me deseaba.
Después se apartó ligeramente de mi para desearme
buenas noches y que mis
sueños fueran reparadores. Esperaría a que le
llamara por la mañana para bajar
a desayunar. Volvió a besarme y tuve deseos de decirle que
se quedara, pero
abandonó la habitación. Sentí una
especie de frustración imaginando que no me
deseaba lo suficiente y tuve ganas de llorar, pero comprendí
que pasar esa
noche juntos hubiera sido un error. Creo que antes de que mi cabeza
alcanzara
la almohada, ya me encontraba completamente dormida.
Por
la mañana paseamos como dos enamorados, recorrimos el Parque
de María Luisa, nos perdimos en los jardines de los Reales
Alcázares y en cada
rincón discreto nos cubríamos a besos. Al lado
del Guadalquivir, la Torre de
Oro, fue el acogedor lugar en el que, abriendo los brazos
comencé a girar como
una loca, recorriendo con la mirada todo el encanto de la ciudad. Manel
me
miraba asombrado, se acercó a mí y
cogiéndome de la cintura giró unos instantes
conmigo, uniendo sus labios a los míos a la vez que
hacía fuerza para
detenerme. Creí que nos íbamos directos al suelo
mientras nuestras risas
atraían la atención de los escasos visitantes de
la terraza de la torre.
Contemplamos como se movían algunos barcos a lo largo y
ancho del río. Con los
rostros muy pegados, hicimos mil comentarios. Era un lugar encantador y
el
embrujo de épocas pasadas parecía penetrar en
nuestros sentidos. Manel me fue
indicando los típicos barrios que desde allí se
divisaban o la dirección de
otros que no alcanzábamos a ver. Conocía bien la
ciudad y me lo fue demostrando
a lo largo del día.
Caminando
por la llana ciudad, nos dirigimos hacia el centro.
Deseaba ver de nuevo la Catedral y su ambiente turístico,
pero también me
atraían las callejuelas llenas de tascas y flores en los
balcones, con su
especial luminosidad y encanto. Siempre muy juntos, Manel me explicaba
cualquier cosa de interés que nos salía al paso,
y nos acercamos hacia la zona
donde se erige el magnífico edificio que alberga el
Ayuntamiento. En la fachada
trasera me señaló una puerta donde estaba
concentrada un buen número de gente.
Me dijo que allí se celebraban los matrimonios civiles, y
con una amplia
sonrisa en su cara añadió;
“¿lo intentamos?”. Creo que me puse
colorada como
una granada y bajé la vista tratando de ocultar mi rostro.
Quizá no se dio
cuenta, pero al menos, no hizo más comentarios.
Me
llevó a comer a un restaurante típico, de los que
abundan por los
alrededores, donde el número de tapas que ofrecen sus cartas
son casi
imposibles de leer. Le dejé elegir sin objeción
alguna. Me gusta comer de esa
forma, muchas picaditas variadas donde el buen jamón tenga
presencia y un buen
vino. Nuestra conversación fue muy agradable. Fue disipando
muchas incógnitas
que tenía sobre él, realmente, lo
desconocía casi todo, pero no fue necesario
preguntar nada, parecía averiguar mis deseos de saber, De
cuando en cuando me
hacía alguna pregunta sobre mi vida y relacionada con lo que
en ese momento
comentaba y aunque mis respuestas eran escuetas, se daba por
satisfecho. La
musicalidad de su voz, las entonaciones y matices me subyugaban, creo
que
hubiera sido un excelente actor. A veces me daba cuenta de que le
miraba arrobada
y entonces, un ligero color asomaba a mi rostro, pero esa
sensación desaparecía
al instante.
Tengo
que reconocer que me dejaba llevar por las circunstancias.
Me sentía abierta mentalmente y mis deseos de disfrutar, al
menos, del
presente, no presentaban límite alguno. Estaba dispuesta a
conquistar y a ser
conquistada. Sólo una ligera duda en mi mente,
¿cómo me sentiría cuándo no
estuviera a mi lado? Pero decidí apartarla de mi mente. No
deseaba que nada
alterara los momentos tan placenteros que estaba disfrutando.
Volvimos
a pasear, sin rumbo fijo. Hablamos todo el tiempo,
tratamos de disipar nuestras dudas, nuestros deseos de conocernos eran
grandes
y pusimos todas nuestras facultades para lograrlo. Nuestra
comunicación fue muy
fluida, nuestros besos fueron encantadores, el reconocimiento de
nuestros
cuerpos; sublime.
Nunca
podría decir como transcurrió el tiempo entre la
comida y la
cena. Tan sólo que fue embriagador. Y allí, a la
orilla de Guadalquivir, en un
restaurante pegadito a las aguas del río, sentí
deseos de poseerle, de sentir
su cuerpo en mi cuerpo, su alma en mi alma y formar una unidad
placentera,
única y eterna. Se desató en mi la vía
romántica, oculta desde hacía ya tiempo,
y no me importaban las consecuencias. Deseaba vivir esos instantes con
total
plenitud, aunque tengo que reconocerlo, animada por la
sensación del agradable
vino fino, que añadía sin cesar en mi copa.
Casi
sin darme cuenta, nos encontramos en pleno barrio de Triana,
en uno de los muchos lugares donde se bailan sevillanas desde antes de
abrir
hasta después de cerrar. ¡Qué
maravillosa velada! Incluso me avergüenzo de
bailar sevillanas, pero mi cuerpo me lo exigía y el placer
obtenido fue muy
superior a la posible vergüenza que podría haber
sentido.
A
una hora, todavía temprana, decidimos regresar al hotel. El
día
siguiente era el día del regreso. El tiempo
parecía estar cambiando y se volvía
desapacible, Nos sentamos un rato en la cafetería del hotel,
y allí, degustando
un whisky entre los dos, me comentó sus expectativas para un
futuro no muy
lejano, sin detallar en exceso, quizá con
ambigüedad, pero me hizo pensar que
yo entraba en ellas.
Se
acercaba el momento de subir a las habitaciones y me
sorprendía
que por su parte no hubiera hecho comentario alguno sobre ello. Cuando
finalmente nos dirigimos hacia el ascensor, su mirada se
tornó muy tierna y mi
corazón dio un vuelco. No sabía como
interpretarlo, aunque sí sabía lo que yo
deseaba. Ante la puerta de mi habitación volvió a
repetirse la misma situación
que la noche anterior. Un beso, un deseo de buenas noches y nada
más.
Casi
le abofeteo. Me sentí ridícula,
patética, las lágrimas
afloraron sin consuelo en mis ojos y entonces retornó a mi
memoria el instante
en el que la vez anterior, yo le dejé en su coche y me fui a
casa sin volver la
vista atrás. ¡De qué me estaba
lamentando! ¿Tenía algún derecho?
Me
dirigí al cuarto de baño, me duché con
premura y retoqué mi
rostro, pensando en un Botticheli recreándose con su Venus.
Después, unas
simples braguitas y el sugerente vestido de un color rojo intenso, de
tirantes
y unos zapatos de tacón muy altos me devolvieron la
confianza en mi misma.
Abandoné
mi habitación y golpeé ligeramente la puerta de
la suya.
Unos segundos después, Manel abría la puerta con
dos copas de champagne entre
sus manos. La tenue luz de unas velas apenas permitían ver
el interior, pero
pude comprobar que su rostro mostraba una sonrisa celestial, no
había atisbo
alguno de complacencia, al contrario, denotaba una situación
de lo más normal.
Antes de tomar la copa de su mano, me colgué de su cuello y
le besé con
infinita ternura, con amor, con pasión. Creo que le
dejé sin respiración, pero
me sentía enormemente feliz. ¡ya no me importaba
nada de lo que pudiera ocurrir
en el futuro, el presente me estaba gratificando con creces!
No
acercamos a la terraza, la panorámica nocturna era preciosa.
Sentí algo de frío, y sobre el cielo ya se
cernía la oscuridad y una suave y
fría brisa comenzó a levantarse descendiendo
desde poniente que hizo estremecer
mi cuerpo. Traté de protegerme con los brazos hasta que
sentí los suyos
abrazándome.
Advertimos
que se estaba acercando una tormenta. Allá a lo lejos
divisábamos, a intervalos
irregulares, como los rayos cruzaban todo el espacio visible iluminando
durante
unos instantes las lejanas montañas que rodeaban la comarca
creando un paisaje
de ensueño. Momentos después se dejaba escuchar
el apagado sonido del trueno.
A
medida que transcurría el tiempo, los intervalos entre la
visión del rayo y el
sonido del trueno se acortaban. Sentí como si la ciudad
estuviera totalmente
iluminada por la grandiosidad del efecto atmosférico. Una
luz blanca lo
abarcaba todo. La visión era tan perfecta como si fuera de
día pero el
ensordecedor ruido del trueno me hizo sentir alteraciones en el ritmo
cardiaco.
Manel
aumentó la presión de sus brazos y yo me
acurruqué entre ellos. Sus labios
recorrieron mi espalda desnuda, ladeé suavemente la cabeza y
me abandoné en su
abrazo. Cerré los ojos y permití que mi cuerpo y
mente disfrutaran de aquellas
sensaciones que nunca había sentido de esa forma e
intensidad. Mi corazón latía
cada vez con más fuerza.
Abajo,
los árboles de la calle se movían agitadamente
por la acción del viento que
cada vez arreciaba con más intensidad. Un continuo murmullo
ascendía de la calle
produciendo una sensación irreal, de cuento de brujas.
Rememoré velozmente mis
temores de niña.
No
podría decir cuanto tiempo estuvimos así unidos.
Manel se deleitaba con el
agradable aroma del perfume que desprendía mi cuerpo.
Aspiraba suave pero profundamente
como queriendo absorber todos sus matices que comenzaban a enervarle la
totalidad de sus sentidos.
Sus
caricias iban creciendo en intensidad al comprobar el efecto que
producían en
mí, como mi cuerpo se excitaba y mis jadeos se
hacían más frecuentes. Mi respiración
entrecortada provocaba mil sensaciones que afluían a
él con rapidez y energía.
Me
revolví entre sus brazos hasta quedar frente a frente, muy
juntos. La escasa
distancia que separaba nuestras bocas dejó de existir y nos
fundimos en un largo
y apasionado beso. Mis brazos rodearon su cuello mientras que las manos
de él,
recorrían mi cuerpo acariciándolo con suavidad.
Cuando
finalmente separamos nuestras bocas, alcé la vista para
mirar directamente a
sus ojos. Lucía una bonita y seductora sonrisa. Comenzaba a
tener frío y así se
lo dije. El aire penetraba a través de la puerta abierta de
la terraza haciendo
oscilar la tenue llama evanescente de las velas de los candelabros
produciendo
un baile de extrañas sombras en las paredes y en el techo de
la habitación.
Tras cerrarla, el efecto desapareció casi
instantáneamente.
Nos
detuvimos en medio de la sala continuando con los juegos preliminares
que iban
desatando el deseo y la pasión en nuestros cuerpos.
De
vez en cuando el fuerte resplandor del rayo nos envolvía y
el ensordecedor
ruido del trueno hacía que me apretara con más
fuerza todavía a su cuerpo,
haciéndole sentir la turgencia de mis bien formados pechos,
el palpitar de mi
vientre y la fuerza de mis muslos. Pude comprobar sus deseos
irreprimibles de
hacer el amor.
Con
suavidad separó los estrechos tirantes de mis hombros y fue
deslizando lentamente
mi vestido a lo largo del cuerpo. Bajo la tenue y palpitante luz de las
velas
observó por primera vez mi desnudez, tan sólo
cubierta por unas diminutas
bragas de color negro. Se extasió recorriendo con sus manos
las ondulantes
curvas de mi cuerpo y me dijo que parecían modeladas por las
mágicas manos de
Miguel Ángel.
Fui
desabrochando los botones de su camisa, con lentitud a la vez que
movía ligeramente
mi cuerpo con sensualidad. Después abrí la
hebilla del cinturón y comencé a
bajar lentamente la cremallera del pantalón. Su mirada fija
en la mía parecía
irradiar luz propia. La vidriosidad de sus ojos configuraba una
expresión en su
rostro a la que no
podía sustraerme.
Se
separó ligeramente de mi, se quitó los zapatos,
calcetines y finalmente dejó
caer el pantalón al suelo, sobre mi vestido.
Volvimos
a fundirnos en un prolongado abrazo y nuestras bocas se buscaron con
ansiedad.
Nos besamos, nos mordimos, queríamos absorbernos el uno al
otro. ¡Cómo me hacía
vibrar!
Manel
comenzó a respirar entrecortadamente y sus jadeos se
hacían más rápidos. Sintió
como mis manos recorrían lenta y suavemente su cuerpo, sobre
el que tuvo que
ejercer un fuerte control. Sus caricias se volvieron también
más lentas,
cargadas de gran sensualidad.
Apagué
las velas y en la penumbra, nos liberamos del último
vestigio y nuestra desnudez
fue total. Me tomó entre sus brazos y besándome
con dulzura, me condujo a la
cama para dejarme sobre ella con delicadeza. Alargue la mano para
pulsar el
conmutador de la luz, encendiendo unas pequeñas
lámparas que proporcionaban una
tenue claridad. Entonces pude comprobar lo bien proporcionado que
estaba su
cuerpo. “¡Dios mío, que bien le ha
dotado la naturaleza!”, pensé con
pasión y
deseosa de unirme totalmente a él.
Sus
ojos, enfebrecidos por la pasión que le embargaba,
recorrían cada parte mí
cuerpo, sintiéndose muy complacido con la visión
mientras que las yemas de sus
dedos se movían por la suave curva de mis caderas,
continuando hasta los
muslos, sensualmente suaves, aterciopelados, hasta rozar la vulva.
Emití un
débil gemido lanzando instintivamente la pelvis hacia
delante y arqueando mi
cuerpo en tensión. Succionó mis pezones y
creí perder el sentido. Me moví con
energía, con necesidad contra su mano mientras en mi cuerpo
se desataban todas
las sensaciones contenidas mucho tiempo deseando un placer sin control,
sin
medida, inmenso, que abarcara y contuviera todo el espacio infinito.
Pensé
por un momento que ya se sentía incapaz de contenerse
más, sin embargo, necesitó
prolongar aquellos instantes durante toda una eternidad. Mi piel
ardía y Manel,
a su contacto, quiso disfrutar del placer que experimentaría
al producirme la explosión
final y quedarme desmadejada entre sus brazos.
Volvió a besar mi boca, con
suavidad y ternura, siguió besando mi
rostro, mis ojos, mi frente, mientras susurraba palabras deliciosas,
para
regresar de nuevo a mi boca. Creía que iba a perder la
cabeza. Mis gemidos expresaban
las sensaciones que impregnaban mis sentidos. Continuó con
su lengua húmeda
recorriendo la tersa piel hasta alcanzar mis senos, y en cada uno de
ellos se
recreó lamiendo circularmente los pezones que de inmediato
alcanzaron una
dureza inimaginable. La dejó resbalar nuevamente hasta
llegar al ombligo y
seguir hacia abajo, directamente a los muslos que parecían
tener vida propia.
Los separó ligeramente y su lengua lamió
suavemente mi vulva. Me convulsioné
una, dos, mil veces sin poder contenerme en la explosión
final que había obnubilado
mis sentidos.
Manel
sintió un profundo deseo de penetrarme y cuando lo hizo,
volví a gemir de
placer. Los dos nos movimos rítmicamente, al
unísono, con suavidad al principio
para ir incrementándolo a medida que en nuestros sentidos
desaparecía la
realidad que nos rodeaba, fundiéndonos con el universo y
sintiéndonos universo.
Llegué a pensar que me estaba volviendo loca de placer
cuando alcanzamos el
orgasmo final, dulce y potente, crucé los tobillos en su
espalda y las
convulsiones de mi vagina lo prolongaron hasta el infinito.
Desmadejados
pero con los cuerpos unidos, permanecimos largo tiempo quietos y
silenciosos,
saboreando las mieles disfrutadas, hasta que nuestra libido
volvió a
despertarse y volvimos a iniciar los juegos amorosos a lo largo de toda
la
noche, que fue inolvidable y creo que irrepetible en toda su
intensidad. En la
proximidad de uno de nuestros orgasmos me susurró al
oído su necesidad de vivir
conmigo, de ser mi pareja y que estaba dispuesto a trasladarse a mi
ciudad si
ello fuera necesario, pero que no podría soportar perderme.
Sus palabras me
hicieron llorar de alegría, de placer, de amor. Me dijo que
él lo sintió cuando
en su anterior visita me vio bajando de su coche y dirigirme a mi casa
sin volver
la vista atrás.
oooOOOooo
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