Esta tarde no pude resistir
la tentación de dar un buen paseo por la ciudad, deambular
sin ton ni son y
comprobar la felicidad que disfrutan todas esas gentes que caminan como
poseídos por el diablo, cabezas gachas, gestos adustos,
rictus de desagrado.
Distraído en este menester cuando casi me estrello contra un
pequeño coche
aparcado entre dos potentes “todo-terreno Navigator
4x4 full equipo” que apenas permitían
vislumbrarlo. “¡Santo cielo!”, me dije,
“un precioso 600 D”
De momento, querido compañero
de recorridos neuronales basados integralmente en la exquisitez
ciudadana,
quiero dejar una clara constancia en favor de ese pequeñito
Seat, para que
allá, hacia los finales de este siglo, es decir, el XXI,
cuando mis
descendientes, esos que tú sabes, contemplen este breve
periodo de la historia
basado en estos elaborados escritos, puedan comprender perfectamente de
que
forma hemos ido evolucionando y hacia donde.
El Seat 600 fue la revolución
más clara que los españoles pudimos contemplar,
cuando allá por los años
cincuenta y cinco o sesenta (léase siglo XX), comenzaron a
alegrar nuestras
vidas. Un cuatro ruedas todo terreno (todavía se les pueden
ver por alguna de
nuestras ciudades) que fue entrando en nuestras vidas como un objeto
de lujo.
¡Señor, tener un coche en esos años!
Recuerdo que desde el momento de la compra
hasta que realizaban la entrega, podrían transcurrir muchos
meses, oye, muchos.
Incluso se hacían traspasos y se ganaba dinero en ellos, un
buen dinero. Ya se
sabe, espabilados los hay en todos los lugares y en todas las
épocas. Se
apuntaban a las listas de ventas como hoy a las listas del paro.
La SEAT fue satisfaciendo
esos deseos de motorización de cualquier
españolito de pro. Con él, comenzamos
a viajar por todos los rincones de España. Algunos incluso
llegaron a conocer
el mar gracias al Seiscientos (tal como se le conoció en
aquellos momentos).
Claro que había tren, tontuelo. Claro que había
tren, y seguían funcionando
baja esas siglas que hoy todavía perduran, la RENFE, pero
tenía por aquel
entonces, y en éste, el claro vicio de llegar siempre tarde,
y además se
detenían en muy pocas estaciones, con la sana
excepción de los mercancías y
correos. Pero en esos, como no llevaras viandas para varias semanas,
podrías
quedarte en el intento (quedarte tieso, vamos).
En el Seiscientos podían
viajar cómodamente cuatro personas (de las normales, chato),
y a veces hasta
cinco, seis, siete, ocho..., lo cual no dejaba de tener un serio
peligro para
el conductor, a más de uno le tuvieron que sacar un zapato
de la boca con
tenazas, pero no era algo muy corriente. ¡Y cómo
se ligaba con un Seiscientos!,
para que contar, no quiero parecer mentiroso pero, si una
niña se resistía como
la tradición le imponía, pedías
prestado uno (lo cual no conseguías ni de
broma), lo alquilabas, o lo comprabas (cualquiera de las soluciones
harto
improbable), y sus barreras mentales, psicológicas y hasta
religiosas, se
desmoronaban alcanzando la punta de los zapatos. Más abajo
no, luego había que
subirlas de nuevo, no fueran a creer los sin Seiscientos que todo el
monte era
orégano, ¡faltaría más! Sus
600 c.c. le permitían alcanzar con facilidad los
cien kilómetros a la hora, pero, había un pero;
nuestras carreteras eran una
verdadera calamidad, y en cuanto te lanzabas en pos de la sagrada
velocidad,
perdías hasta la sensación de estar en un coche y
te introducías en un tobogán
de feria con muchos baches, más que muchos, creo que todos.
Hoy, las carreteras
son mejores, pero el peligro sigue estando ahí, en el
J&B, cubata o
cualquier vino peleón y la ocupación por los
verdes.
Llegó un momento en que el
usuario, el exigente en emociones, sintió la necesidad de
correr más todavía
(más de 100 km. por hora, el delirio) y se
inventó el trucaje del motor. No sé
muy bien en que consistía, pero me imagino que no
sería a base de más válvulas
ni inyectores ni en la aerodinámica de la
carrocería, eso sería impensable. En
esa época no. Solamente lo podrían conseguir
incrementando ligeramente los
pistones para aumentar la cilindrada. Entonces le quitaban los
amortiguadores,
bajaban ligeramente el chasis y a volar. ¡Dios
mío, como se llegaba a fardar
con un Seiscientos trucado!, aquello era vicio puro de velocidad. Los
coches de
hoy ya no son así, puede que más bonitos, puede
que más potentes, pero no más
buenos. ¡Qué chapa tío,
cuánto milímetro te preservaba del exterior!
Además,
hoy para ligar ya no hace falta coche, hay camas. Recuerdo un
día en una parada
de autobús cualquiera, un chico y una chica se miraban de
vez en cuando, no a
hurtadillas, no. Se miraban y luego perdían la vista por el
espectáculo
habitual de una calle concurrida. Finalmente, el muchacho se acerca a
la
muchacha, y con un tono de voz que de discreto no tenía
nada, le dice; vale tronca, ¿nos
vamos a la cama?, a
lo que la muchacha responde en el mismo tono de voz, joder
tío, cuanto te ha costado decidirte, coleeega.
¿Para qué narices
quieren un Seiscientos? No sé si se fueron a la cama o al
parque más cercano,
pero se fueron, tal cual.
Hoy todavía hay coches
pequeños, pero no son seiscientos. Incluso tenía
un nombre generalizado, “el
utilitario”, que duraban, que eran fuertes, que eran duros, e
incluso su
problema de recalentamiento por los puertos de montaña en
verano, no impedían
guardarle todo el respeto del mundo. En cualquier pueblo perdido de la
mano de
Dios, y los hay, te solucionaban el más nimio problema que
se pudiera presentar
en un Seiscientos.
También quiero dejar
constancia de que no solamente se ligaba en la época del
Seiscientos. Mentiría
y no es mi deseo. Para alejarnos un poco y tener una perspectiva
diferente, no
era necesario tener muchos caballos y muchas válvulas. Con
uno sólo y bien
formado podía ser más que suficiente.
¿No te enteras, me dices? Ten paciencia
mocosillo, incluso Dios tuvo que emplear siete días para
crear este universo
que hoy contemplamos en las noches despejadas, y que a veces hace que
nuestro
corazón se desboque. Hubo un tiempo en que el hombre
explotaba al caballo (hoy
explota a la parienta), se montaba a su grupa y a recorrer esos
tortuosos
caminos de nuestro mundo.
Recuerdo, con una determinada
nostalgia, cuando mi querido amigo el Cid (le puedo llamar con esa
familiaridad
que impone todas las correrías realizadas juntos) y yo, nos
paseábamos por las
angostas calles de Valencia hacia el anochecer, en busca de un buen
vino, buena
mesa, y buenas mujeres. Dos poderosas razones dejábamos a
las puertas de las
posadas, reclamo infalible en nuestras correrías. Por aquel
entonces, el Cid
estaba repleto de pasta, de dineros para entendernos y lo
gastábamos con
abundancia. Las posaderas (¡mira que eres analfabeto!, me
refiero a la
equivalencia de la camarera de hoy) bebían por nuestros
cuerpos en cuando
sentían el característico trotar de nuestros
caballos. Relinchos puros, de raza,
de casta, provocaban suspiros surgidos desde lo más profundo
del corazón. Y que
no decir de la luenga barba de mi amigo, le daba empaque, a pesar de
las
molestias que le producía en verano, pero las promesas eran
las promesas, y no
se la cortaría mientras se mantuviera su exilio. Dorado
exilio, diría yo.
Menudos impuestos cobraba a todos los gobernantes, te lo puedo asegurar
ya que
por mis manos pasaba toda la contabilidad, tanto la real como la negra.
Mira,
para que te hagas una idea, a Alcádir (que en ese
año de gracia de mil noventa
era el rey de Valencia) le soplábamos la bonita cifra de
57.000 dinares. ¡Ah!,
¿qué no sabes lo que es un dinar?, pues era el
“leurín” de la época pero con
categoría, de oro, como debe ser. Pero no quedaba
ahí la cosa. Beni Betir,
reyezuelo de Denia y Játiva, pagaba un canon de 50.000
dinares, los de
Albarracín, Alpuente, Segorbe, Jérica,
Líria y algunos otros más, redondeaban
la bonita cifra de 149.000. ¿Qué no es tanto?
¡Ay picaruelo, qué pocos
conocimientos históricos tienes! Como te decía,
esta pasta la cobrábamos por dar
protección a los parroquianos de la
época. El Al Capone americano fue una ligera chapucilla al
lado de nuestro
montaje. A cada musulmán le poníamos
detrás de sus pasos a un esbirro que no le
dejaba ni a sol ni a sombra hasta que pagara el diezmo. A veces
recibían leña
en cantidad, cosas que luego trataron de denominar como torturas, lo
cual no
fue cierto, lo que pasa es que más de un blandengue no
soportaba la tensión a
la que se le sometía, tensión y leña.
Para no tener a la iglesia en
contra y no nos arengara al personal, le dábamos para el
cepillo la cantidad de
5.200 denarios (que no estaba nada mal, a pesar de que el obispo
siempre
estaba
pidiendo aumentos, que si la inflación, que si el coste de
la vida, que si la
comida…, y no quiero entrar en otras cuestiones,
posiblemente me tratarías peor
que a la canallesca, y por ahí no paso), el resto, casi
trescientos kilos de
oro al año eran para pasárselo en plan fino.
Había que descontar algo para
armaduras, pero no mucho. A la soldadesca les manteníamos
con buen vino y
disciplina, como debe ser. ¿Te puedes imaginar con tanta
pasta, dos hermosos
corceles que llegaron a ser famosos por todo el reino conocido, lo bien
que se
podía ligar? ¿Qué muchacha de pro
podría resistir el equivalente a un Ferrari
último modelo? De Cacharel y desodorante nada, pero ese olor
corporal despedido
después de una escaramuza con el infiel, doblega todas las
voluntades de las
mujeres en ejercicio. ¡Qué cabreo
cogía mi señora doña Jimena Loren! Le
tenía
que comprar, a hurtadillas, las mejores telas y sedas para saciar su
malhumor y
olvidar un poco nuestras salidas de trabajo,
porque cobrarle al infiel era un trabajo enorme.
¡Qué cariño le tenían los
condenados a unos simples denarios! De nosotros deberían de
aprender los
inspectores de Hacienda de hoy en día. ¡Ni un
sólo protegido dejó
de pagar su peaje!, no como ocurre en esta jodida
realidad que permiten evasiones de capitales e impagados de deudas
tributarias.
Luego te enteras de que una preciosa muñeca, lucidora de
mini-vestidos por las
pasarelas, recibe como regalo de un señor
un Mercedes
multiválvula,
10 metros de largo, pintura metalizada y estrella
de oro multiquilates. ¿De qué impuestos
habrán salido los doscientos o
trescientos mil leurines que puede costar, a la baja, dicho motorizado?
¡Ay,
con eso de que Hacienda somos todos, algunos se aprovechan! Yo no. No
puedo, me
cazarían, me depredarían y me
enviarían al lado oscuro más cercano, de ese en
el que el regreso es posible pero muy jodido, a pesar de oler tan bien.
Hay
mucha colonia de lujo por esos alrededores.
Que delicia, cuando montados
sobre nuestros “ferraris” de la época,
recorríamos los campos desde Calatayud
hasta Atienza, pasando por Terrer, Ateca, Bubierca, Alhama, Ariza, y
Medinaceli. Allá en lo alto, divisando los cuatro puntos
cardinales y con
Atienza bajo nuestros pies, disfrutábamos de las delicias
mundanas, amparados
bajo las enormes piedras que constituían las almenas del
castillo. Gozábamos
como chiquillos corriendo tras dos hermosas doncellas en las tardes
veraniegas,
bajo la suave brisa y alentando nuestra imaginación (si ello
fuera posible) con
un buen vino riojano. Excelentes manjares con los que reponer fuerzas
corporales y maravillosas siestas con que reponer fuerzas espirituales.
¡Qué
bien se comportaba el reyezuelo de Albarracín! Creo recordar
que su diezmo era
de 10.000 dinares, además de toda la parafernalia impuesta
en los periodos
vacacionales. ¡Ay, el bueno de Ben Razin, como se cuidaba!
Tenía un excelente
gusto para todo (a veces me proporcionaba sedas traídas de
no sé donde, pero
que iluminaban los ojos de mi señora y aplacaban
momentáneamente sus irascibles
iras), y a pesar de ese amaneramiento refinado, o quizás por
eso, se rodeaba de
hermosos rostros femeninos y de todas sus poderosas razones. Mi vista
sufría
verdaderas taquicardias, mis ojos querían salirse de las
órbitas para
posesionar profundamente la visión. Allí, mis
sentidos olfativos se encontraban
en el cielo, inundándose de las sensaciones que
producían esas fragancias
traídas del más lejano oriente y vertidas sobre
esculturales cuerpos, que tan
sólo con expresar cadenciosos movimientos eran capaces de
transportarme hacia
espiritualidades prohibidas para casi todos los mortales. Cuando en
esos
instantes Rodrigo hacía acto de presencia, se evaporaban
todas las
imaginaciones, todas las realidades. No podía negar su
existencia ni a un
ciego. Cosas de la época, cosas de las costumbres, y al
igual que cuatrocientos
años más tarde, mi bien amada reina Isabel
cumplió la promesa de no cambiarse
de ropa hasta que el infiel se alejara por el
peñón, él quería demostrar
su
valentía hasta que le fuese condonada la pena del exilio. No
entiendo muy bien
el porqué, creo que ni el mismo lo sabía. Si
hubiera sido vasallo de su señor,
difícilmente podría imponer impuestos tanto a
moros como a cristianos, unas
veces defendiendo a los cristianos de los moros, otras, a los moros de
los
cristianos. Eso se llama entender bien la vida en beneficio propio. El
rey Alfonso
(el sexto en la dinastía) quería darle
caña al emir de Zaragoza, protector del
Cid, al que exigía expropiar al reyezuelo de Valencia,
Alcadir, cosa a la que
se negó mientras Alfonso no reconociera la autoridad del
Emir de Zaragoza para
gobernar Valencia. ¿Cómo podíamos
permitirnos el lujo de perder el control de
tanto impuesto, concebido solamente como protección, sin
contraprestación
alguna? Solamente mantener a los cristianos de Alfonso en la
lejanía.
Ahora,
y desde aquí, lo contemplo con nostalgia,
¿lo puedes entender coleguilla? Quizás no,
probablemente no, seguramente no, y
¿qué puedo hacer yo por ti? En mi largo
peregrinar todavía no he encontrado el
elixir renovador de neuronas, y mira que he tenido trato con brujas, de
todos
los tipos, buenas, malas, peores, incluso muy feas. Nada, de eso ni
puñetera
idea, así que enano mental, carga con toda la ancestralidad
de tu culpa.
Milagros no, soy incapaz, al menos de momento. ¡Pero todo se
andará!
Me viene a la memoria aquel
ofrecimiento de Don Rachel y Vidas y que te expreso tal cual,
así, sencillamente:
Don Rachel e Vidas
a Mio Cid besáronle las manos.
Martín Antolínez
el pleito a parado
que sobre aquellas arcas
dar le ien seisçientos marcos
e bien ge las guardarién
fasta cabo del año,
ca assíl’ dieran la fe
e ge lo avién jurado
que si antes las catassen
que fuessen periurados,
non les diesse Mio Cid
de la ganançia un dinero malo.
Esa ganançia
que se expresa en el
poema, se
refiere exactamente a los intereses
devengados por el préstamo, bien entendido que en aquella
época, e incluso
muchísimo más tarde, no se permitía la
práctica de la usura. Es decir, todavía
no se habían inventado los bancos ni los tráficos
de influencias. El usurero a
la hoguera, y si la usura fuera de pequeña
cuantía, al descontrolador sexual,
ya que generalmente los beneficios obtenidos los empleaban en el uso y
disfrute
de mujeres de vida disoluta.
Quizá este siglo XXI que nos
contempla sea el inicio del uso de la razón e impida que la
“ingeniería
financiera” nos descalabre sin habernos caído del
caballo, pero de momento,
todos abusan de los pobres ciudadanos de a pie; los bancos, los
políticos,
santa Hacienda, los bancos, las cajas de ahorro…los TAE, el
IPC, el Euribor…
Bueno, hoy ya me siento
cansado. Buscaré otra ocasión para ir
relatándote lo que fue, es y será nuestro
desastroso mundo.

oooOOOooo
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